Era una
gran casa gris en medio de un páramo umbrío.
Tenía
un jardín abandonado en el que luchaba por crecer una melancólica palmera bajo
cuyas grandes hojas grises crecían hongos, musgos, telarañas, ortigas y un
avispero ronroneante, un avispero acechante con un millar de afilados ojos
verdes de avispa. Y en el jardín abandonado también crecían unas pequeñas y
frágiles flores amarillas cuyo color no se veía. Negros mirlos picoteaban aquí
y allá con sus picos naranjas, riéndose de la oscuridad, burlándose de ella,
jactándose de sus brillantes y alegres picos naranjas que crecían de entre sus
negras plumas.
Y por
los gruesos muros grises de la casa trepaba una enredadera sin hojas: puro palo
retorcido y fibroso como los dedos de una anciana. Trepaba y trepaba, y llegaba
hasta las ventanas de arriba, las de la segunda planta, y las rodeaba enmarcándolas
con su madera seca.
Y los
pilares de la casa estaban hechos de huesos y su tejado de suspiros, y por su
chimenea nunca salía humo, si no esperanzas.
Y delante
de la gran casa se extendía el páramo. Y detrás de la casa, también se extendía
el páramo. Y a ambos lados, continuaba el páramo. Y el páramo era pardo, o gris;
un color sin nombre que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Y en él
sólo crecía una fina hierba parda (o gris) que alcanzaba toda la misma altura.
Y sobre
la casa, el jardín y el páramo, un cielo que no era cielo si no techo.
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