domingo, 29 de septiembre de 2013

Embalse roto


 
  

Tiene los ojos redondos y tristes, aunque dentro del carbón de su mirada aún queda algún resto de esa inocencia feliz que albergaba antes. Ahora sólo queda la inocencia. Una inocencia que me duele al verla ya que es la inocencia de la prudencia, de la bondad, de la esperanza de un anciano de ochenta años al que todos miran con la desesperanza propia del que mira al que ya ha comenzado a irse.

           Tiene la calva también redonda, coronada de pelo gris mate a modo de corona de laurel. Los botones de la camisa apenas le alcanzan a cerrar porque la tripa también la tiene redonda. Bajo su ombligo de embarazo, un cinturón antiguo y viejo se esfuerza por llegarse a sí mismo.
         Pantalón de señor: pantalón de pinzas. Zapatillas de anciano: zapatillas de rejilla.

         No me habla si no le hablo. No me mira si no le miro. Parece que quisiera esconderse tras las cortinas aunque sabe que le tengo que explorar.

        Cuando le pido que se quite la camisa, sus dedos nerviosos se tropiezan con cada botón, se enredan en cada ojal, se demoran en cada segundo como queriendo dilatar el tiempo, en una especie de súplica de que todo, incluso esto, sea un sueño.

       Mientras le curo la herida de la operación de pulmón, dirige sus ojos redondos, de carbón, hacia otro lado, y guarda silencio.
       Puedo oír su respiración que es de piedras y arena. Por unos segundos me planteo si es prudente preguntarle si va a recibir tratamiento, pero de inmediato pienso que es posible que le hayan ocultado algunas cosas, así que guardo silencio con él. Y así, sumergidos en un magma de silencio, percibo cómo se relaja y me acepta los cuidados y hasta creo escuchar en su dialecto de cantos rodados un agradecimiento sincero.

     Cuando acabo, mientras intenta cerrarse de nuevo la camisa batallando de nuevo con los botones que se le escapan de entre los gruesos dedos, me dice, sin dramas, que mañana no puede venir porque desde que le operaron no ve a su mujer, que está ingresada en una residencia a cincuenta kilómetros de aquí.

   Sé que no está esperando que le diga que venga cuando pueda aunque no sea en horario de curas, y por sus ojos redondos, sé que ni se ha imaginado esa posibilidad. Éste, es el detalle que termina por romperme por dentro, como si hubiera lanzado una de sus piedras al embalse de mi conciencia. Miro hacia el ordenador fingiendo teclear algo para que no se de cuenta de mi desconcierto, y cuando vuelvo a mirarle, veo que ya está abriendo la puerta para irse, con la guerra de los botones de la camisa definitivamente perdida a excepción de una batalla en la que ha malcasado un botón con un ojal inferior.

   Rompo a hablar con la mayor neutralidad de la que soy capaz, conteniendo como puedo las olas de agua turbia que ha levantado dentro de mí, y le digo que venga más tarde, cuando pueda, cuando le venga bien, que lo entiendo, que es lógico que quiera ver a su mujer, que ella también tendrá ganas de verle, pero que hay que curar eso porque no es cualquier cosa, que no lo puede dejar.

   Entonces él se para bajo el quicio de la puerta y se le encienden los carbones de los ojos con una luz distinta. Sonríe un poco, dejando ver las ranuras de entre sus dientes y me pregunta ilusionado si eso es posible. (A estas alturas yo sólo quiero que esto se acabe para poder quedarme sola y pensar sobre lo que está pasando, sobre la prudencia, sobre lo justo y lo injusto, sobre el dolor.) Le digo que por su puesto que se puede hacer y más por razones como las que me está explicando.

 “Dios te lo pague” me dice. Y veo que se aleja por el pasillo apresuradamente y a medio vestir, con los picos de la camisa asomando por fuera del pantalón, para decirle a su hijo que mañana puede venir a curarse por la tarde después de ver a mamá.